Los de mi entorno lo tienen claro, muchos me dicen: es normal, tenía que suceder.  Eres humana.  Has cargado demasiado en los últimos tiempos.  Al final, sale por algún lado.

Otras personas te dicen lo fácil que es su devenir por la vida, solo deseando que sea así, haciendo afirmaciones y decretando su futuro.

Pues, es lo que hay.  Yo, no quiero sentenciar nada, pero, remitiéndome únicamente a los hechos, sin interpretar, puedo decir que mis últimos dos días no han sido suaves, ni radiantes.

Colapso general.

Te sientes morir.  Puede que hayas estado muerta incluso, por un instante.

Un síncope.   Nunca se sabe cuánto tiempo estás en pérdida de conciencia.  Es algo que te hace ver que el tiempo no existe o es muy relativo: un instante que parece una eternidad.

Silencio absoluto.  Nada. 

Inmediatamente, como ruido, como si estuvieses rodeada de personas que hablan, pero no comprendes.

Y de pronto, como absorbida por un gran extractor, te ves empujada nuevamente a la conciencia.  

Vuelves a tu cuerpo.  Total desorientación.  ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?

Frío, sientes mucho frío.  El suelo helado.

Y empiezas a darte cuenta de que has sufrido un desmayo.  Tremendo golpe te has dado al caer. 

Y te descubres con el pelo y la cara manchados de tu propio vómito. 

Ahora recomponte, con mucha calma: incorpórate y disponte a limpiar y lavarte. 

No hay fuerza.  Mejor pedir auxilio.

Profunda sensación de indefensión.  De impotencia.  De no somos nada…

Unas lágrimas ruedan por mis mejillas.  Y a la mente aturdida solo acude mi madre: ¡Mamita!  ¡Qué cosa tan instintiva, cuando te sientes mal, anhelar los cuidados de tu madre!

Mamá ya no está, papá tampoco. Tampoco la gatina… Ni Juanín, ni tantos otros queridos…  Te haces consciente de todas las pérdidas.  De que podrías estar al otro lado ya.  Pero, amiga, algo ha hecho que volvieras, algo te dice que aún no es tu hora. 

Así que, enfócate en la vida.  Llama a uno de tus hermanos, que están cerca y pide ayuda.

¡Qué difícil pedir ayuda!  Qué difícil incluso darse cuenta de que una la necesita.  Este no es el caso, pero aun así reconozco que también cuesta.  Por no molestar, que a las 12 ya estarán durmiendo.

No tarda en llegar ese auxilio consolador y resolutivo.  ¡Gracias, infinitas gracias, familia!  Profundo agradecimiento por tenerlos y estar arropada. 

Pobres de quienes se sienten desamparados.  Los tengo muy presentes estos días.  Y en mi meditación, pues hoy ya sí he podido volver a mi rutina habitual (levantarme, meditar, comer algo, escribir…), he inspirado salud y fortaleza y he espirado con ellos, <para que todos los seres puedan sentirse protegidos y sostenidos>.

Reconozco que, ante la debilidad física, el no poder sostenerme en pie por mí misma, esa incapacidad que pasa de ser una sensación imaginaria a una realidad cruda, no he podido ser muy espiritual.  No intenté siquiera respirar profundo, ni pensar nada. 

Es maravilloso nuestro organismo, en ese momento de colapso y en los posteriores, lo prioritario era hacer que el cuerpo reaccionase, se activase nuevamente.  Y la mente con su actividad queda relegada a un segundo plano.  Y así permanece por horas.  Permitiendo que todo se recomponga.

Sin necesidad de hacer, ni comer, ni beber, ni moverse a penas.  Sólo respirar. 

O sea, no hacer en estado puro.  Permanecer en la quietud y el silencio.  Pura meditación, sin proponértelo siquiera.  ¡Qué sabio es nuestro cuerpo!  Lo que nos enferma es la “mente del mono” cuando empieza a preocuparse o darles vueltas a los porqués, o se pone a buscar soluciones como loca y pensar en el futuro.

Difícil aquietarla, si no lo tienes entrenado, en muchas ocasiones, sí _lo he de reconocer_.  Pero en esta, confieso que yo no he tenido ningún mérito.  Solo he permitido que fuese como fue.  Contemplando.  Permitiéndome estar presente, en quietud, no entrando en el pánico que te lleva al hacer, correr al hospital, pruebas, escáner…  Buf, no. 

Otras veces lo he hecho, lo tenía claro, necesitaba esa asistencia de profesionales sanitarios.  En esta ocasión, me he escuchado y también lo tuve claro, no quería estar en una sala inhóspita, con personas desconocidas, sin el mimo y el cariño de los míos. 

Todo lo que necesitaba era reposo y atenciones amigables.  Y en esas estoy: aceptando todos los cuidados.  Reposando y permitiéndome disfrutar del magnífico día de sol que hace hoy en Asturias (ya llevamos unos cuantos).  Me encanta esta sensación de estar totalmente viva. 

Incluyendo el dolor de cabeza que persiste y la flojera, pero eso es vivir plenamente consciente, observar lo que hay de manera ecuánime, sin juzgarlo, aceptar que es lo que me toca ahora mismo. Gracias al entrenamiento mindfulness (tengo desarrollado el músculo de la atención al presente), esto es más fácil.

Y, también, dejar de lado la comparación, por la que he pasado de puntillas, una vez observada.  Me voy a alegrar por esas otras personas cuyo tránsito por la tierra es más suave y liviano, esas que tienen una menopausia sin sofocos ni alteraciones hormonales brutales, esas que lidian con sus emociones de manera apacible, esas que van por lo llano y no tienen tantas cuestas arriba como yo.  Mi experiencia vital ha sido un poco más farragosa.  La habré elegido así por algo.

No tengo respuestas a estas cuestiones, no lo tengo tan claro como otros, quizás ese sea mi problema.  Pero confieso que empiezo a aceptar de buen grado los desafíos, atravieso mis desiertos, logro salir con vida, cada vez más reforzada mi confianza en la vida y en mi misma, y sigo adelante con mucha alegría de vivir (disfrutando del momento oasis).

Y, como ves, con ganas de compartir con quienes transitan desiertos tan extremos como los míos, esos lugares que nos asustan (como los denomina Pema Chödrön).  Porque todos somos diferentes y tenemos experiencias diferentes, pero muy similares y juntos, con apoyo mutuo, podemos hacer el camino más agradable.

Si estás atravesando un mal momento, pide ayuda.  Seguro que alguien que haya pasado por lo mismo o algún buen profesional podemos acompañarte, facilitando la travesía.